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Dental Tribune Hispanic and Latin American Edition

DENTAL TRIBUNE Hispanic & Latin America 31Arte & Cultura Ilustración:GabrielaVainsencher Marassá y la nadaPor Alanna Lockward 1 No pasa nada. Cuando al- guien muere todo deja de pa- sar y lo único que ocurre es esa muerte. Con el paso del tiempo uno llega a olvidarla un poco: la Nada se transforma a sí misma en algo menos pesado. Pero al final su esforzada ligereza nos recuerda que ella fue, y sólo nos pesa un poco me- nos. Tal como lo sentí la primera vez, el olor seguía siendo como la sombra de un bosque fantasma. En la estela aromática a sabina, sándalo, roble, cedro, caoba, guayabo y palo de ro- sas se anunciaban estanterías reple- tas de inciensos, cristales y velas de todos los colores y tamaños. Entre los pétalos de una flor de loto un Buda flotante bendice con aplicado sigilo la atmósfera sosegada de la tienda. Reflejándose en la puerta de la pe- queña oficina, un prisma parecido a las esferas que entretienen el ocio de los bebés formaba un arcoiris redon- do. Casandra abrió la puerta y el cír- culo sicodélico se proyectó en medio de su espalda como la prolongación natural de una ecuación impenetra- ble, y encendió casi al mismo tiempo una vela blanca y su laptop. —Toma –le dije, impaciente por des- pedirme y entregarle el paquete de inciensos que desde hacía tres sema- nas esperaba en mi cartera–. ¿Adivi- na a quién me encontré cuando bus- caba tus inciensos? Una diminuta tortura recorriéndome el pecho: hormiguitas hacendosas encantadas de picarme sin parar, el corazón a caballo entre las ma- nos húmedas y los ojos secos y rojos como el color de su camioneta. Duda y parálisis: las dos patas de una tijera tullida por un rayo de dolor. ¿Por qué siempre encuentro lo que no estoy buscando? ¿Qué hacía Andrés en una tienda hindú? ¿Estaría comprando props para su nueva película o para su nuevo amor? Los benditos inciensos de rosa que sólo se consiguen en la capital ha- bían resucitado el perpetuo cuestio- nario, como un espejo ruinoso que se negara a olvidarme. 2 “El panadero dio la voz de alarma. Laura tenía ese magnetismo increíble, el tipo subía siete pisos con dos croissants todas las mañanas, se- gún él para que Laura no pasara frío tan temprano. Hacía tres días que no le abría la puerta, y como siem- pre que Laura salía de viaje pasaba a despedirse, llamó a la policía. Ese hombre está destrozado. Destrozado. Imagínate que se las arregló para en- trar al apartamento con la policía y le tocó verla colgando del techo con los cinturones. No tuve ningún problema con el bo- leto que me compraste en Internet. Me recibieron los detectives en el aeropuerto, cuando llegué ya la te- nían congelada. Con el acta de na- cimiento, que se me olvidó traer –y aunque me hubiera acordado: no tenía copia– tampoco hubo proble- ma, porque Laura tiene sus cosas su- per- organizadas. La policía tenía ya su pasaporte, me lo dieron en cuanto pisé el aeropuerto. Fue lo primero que me dieron, sin ni siquiera salu- darme. Es decir que no hubo ningún problema con los franceses. La línea aérea me dio permiso para viajar con el acta de defunción francesa, así que bueno, Moira, ¿qué te digo?: no te preocupes, no pasa nada, quédate tranquila, cuando llegue a Santo Do- mingo te haré otra llamadita, ¿cómo está el frío en Nueva York?”. 3 Los santos profanos, co- loridos y grandotes, de la Escuela Saint- Soleil abren las compuertas de su he- rencia de azúcar quemada en el re- cibidor del Oloffson. La descripción de Mara de las paredes victorianas, con las banderas vudú y sus compli- cadísimos diseños de lentejuelas, era exacta. Frente a la pared del fondo, una banda de música le sacaba jugo a la prismática combinación del rock y la religión haitiana. RAM. Un acan- tilado de azúcar en un mar de lente- juelas. Una multitud atestaba el lobby, co- reaba las canciones y se movía como si el mar les balanceara por dentro, como se debía mover Jonás en la ballena, mucha gente moviéndose como la ballena misma: lenta, pe- sada, suave, con el ritmo de mu- chas olas comprimidas en una y luego repetida. Alejándome de la recepción vacía, me uní al vaivén, bailando sola, como cuando Mara y yo agotábamos las discotecas de Nueva York. Me parecía sentir su mirada recorriéndome como un sudor condenatorio, invisible. Mara odiaba las discotecas, detes- taba el humo, pero odiaba más que llegara Julián con su traje de piloto preguntando por mí; y es que Mara para las mentiras es más torpe que una cucaracha sin antenas, se per- día, no lograba repetir la misma mentira sin equivocarse, como ha- cen los profesionales. “Ici, á Saint-Domingue, nous avons seulement que deux stations: Eté et Infern”. Después de la tercera ron- da de Barbancourt parecíamos una reunión de primos lejanos encanta- dos de reencontrarse. Nos reímos al unísono del chiste del francés, como un banco de sardinas obedientes a la coreografía inapelable de su líder. La invitación del francés a compartir su mesa me había hecho sentir como en casa. Éramos los clásicos desconoci- dos que cantan hasta bien entrada la madrugada los mismos boleros, cada quien con su acento, pero con mu- cho corazón. Si yo encontrara un alma como la mía, cuantas cosas secretas le contaría, un alma que al mirarme sin decir nada me lo dijese todo con la mirada. Alma mía sola, siempre sola, sin que nadie comprenda tu sufri- miento, tu horrible padecer... Tres, cinco, y más veces estornudó Carmen, una mexicana muy simpática. Y mientras la ayudá- bamos a recuperarse, muertos de la risa, la esposa haitiana del fran- cés, que no conseguía detectar el origen de mi acento, vol- vió a preguntarme por mi nacionalidad. —Je suis dominicaine. —¿Dominicaine? –exclamó, con una incredulidad aparatosa, y acto segui- do añadió: —Bang, bang, bang. Los tres dedos inequívocos, dispa- rando sobre mi pecho los tres clavos de Cristo, fueron tan espontáneos como el prometido fin de semana en su casa de Jacmel. En la mesa de primos empáticos, ahora con las ca- ras descompuestas, se hizo un silen- cio de piedra. Yo sólo atiné a reírme como decía Mara: igual que una co- torra amaestrada.

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